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domingo, 22 de julio de 2007

Anténor Firmin, dos extractos de su obra (1885)


Anténor Firmin (1850-1911)



Intelectual haitiano, proveniente de una humilde familia de Cap-Haïtien. Trabajará como profesor y periodista, fundando el periódico Le messager du Nord desde el cual refutará las “question de couleur”. Viajará a París como representante de su país, en donde se unirá a la Academia de Antropología de la capital francesa, ayudado por su compatriota Louis-Joseph Janvier, otro gran intelectual. Político por vocación, rechazará algunos puestos en el gobierno haitiano autoexiliándose, pero aceptará el de ministro en la administración de Florvil Hippolyte en 1891. En ese puesto, servirá a la resistencia contra la presión de Estados Unidos que quería instalar una base militar en la isla, cerca de Môle Saint-Nicolas. Se encontrará, hacia 1893, con José Martí, a quien le menciona el proyecto de “confederation antilléenne”. En París poco después, Firmin multiplica los contactos con los medios latinoamericanos y se interesa por el panafricanismo. Después de una vida política agitadísima y repleta de exilios, pasa por La Habana y llega a Londres. El año de su muerte (1911) escribirá lo que será considerado su testamento moral y político: El esfuerzo en el mal. Allí dejará proféticamente estas líneas: “Puedo desaparecer, sin ver amanecer en el horizonte nacional la aurora de un mejor día. Sin embargo, incluso después de mi muerte, tendrá que haber una de dos cosas: o Haití vive bajo una soberanía extranjera, o bien, adopta con determinación los principios en cuyo nombre siempre he luchado y he combatido. Ya que, en el siglo XX y en el hemisferio occidental, ningún pueblo puede vivir indefinidamente bajo la tiranía, la injusticia, la ignorancia y la miseria”. Firmin morirá de una forma similar a Martí, en medio de una lucha con final incierto que, años más tarde, será concluida con el desembarco de las tropas estadounidense en 1915.


A continuación presentamos dos fragmentos traducidos de la obra de Anténor Firmin De l’egalité des races humaines. Anthropologie positive, París, 1885 (Ensayo sobre la desigualdad en las razas humanas,1855). El primero, sobre la figura del precursor libertador americano, el haitiano Touissant Louverture, quien hacia 1804 emancipará la isla. El segundo, el extracto de un capítulo del libro nombrado, acerca de la “raza negra” y su papel en la civilización mundial. Agregamos al inicio una breve pero necesaria información sobre esta obra de Firmin, a cargo de Maria Poumier. Les agradecemos a la introductora y los traductores de ambos fragmentos el haberlos puesto a nuestra disposición.

Carteles Críticos para Latinoamérica, 2007.


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Anténor Firmin publicó en 1885 su tratado De la igualdad de las razas humanas, en respuesta al del conde de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad en las razas humanas (1853-1855), reeditado en París en 1884. Era el momento en que los gobiernos europeos se repartían el continente africano como un pastel, en la llamada conferencia de Berlín, sin consultar en absoluto a los africanos. Y también la etapa en que el racismo supuestamente científico hacía estragos en América latina, convirtiéndose en el sustrato ideológico de las clases dirigentes; se operó la transposición del impulso “regeneracionista” español en términos raciales: el factor negro debía reducirse, para que las virtudes blancas rigieran plenamente y fomentaran el desarrollo. El modelo era el de los Estados Unidos, “Norte” y brújula de la elite, por cuanto no practicaban la mezcla de sangres; a través de la educación, los latinos podían regenerarse y alcanzar la excelencia de la raza sajona. En cuanto a la sangre negra, se recomendaba oficialmente su dilución por mestizaje mientras, implícitamente, se respaldaban las operaciones de limpieza étnica, lo que más se acercase al exterminio. Este es el credo implícito que se deriva del paradigma “civilización o barbarie”: si ni siquiera se les reconoce a los indígenas el rango de autóctonos y portadores del espíritu de la tierra, menos aún se tiene en consideración al descendiente de los africanos que poblaron América contra su voluntad.

Sólo la población negra pudo medir plenamente la ferocidad que subyacía a la combinación de una teoría decididamente racista con prácticas de hipocresía notoria. Era natural que surgiera en Haití el pensador más libre y más alentador: Anténor Firmin. En el capítulo XVII de su libro
De la igualdad de las razas humanas (662 p.), muestra cómo el vuelco decisivo de la historia común de Europa y América tuvo lugar en Haití, en un momento único. Después de su demostración, traducida a continuación de manera escrupulosa por Juan Vivanco, se puede afirmar sin ninguna exageración que el toque africano salva siempre las situaciones de mayor peligro para la humanidad. En el fragmento que se presenta aquí, se verá la visión continental de Firmin, al subrayar la deuda de Bolívar con Haití, el país que lo salvó, lo alentó, lo inspiró y le dio fuerzas para reemprender la liberación americana después de tocar fondo en Jamaica. Dejamos a los venezolanos la valoración de la manera en que Bolívar reconoció su deuda con los haitianos, a quienes prometió abolir la esclavitud en el continente a cambio de la ayuda material ofrecida por el general Pétion. Años más tarde, un tribunal militar votó el ajusticiamiento del general Piar, por rebelión, lo que necesitaba Bolívar para asegurarse el control completo sobre su ejército. Después del sacrificio de Piar, Bolívar hizo aplicar las medidas que éste reclamaba, las medidas que asentaban la igualdad de los negros en la nueva sociedad venezolana.

Tan lúcido, premonitorio y molesto para el mundo blanco fue Anténor Firmin que su obra fue inmediatamente sepultada en el olvido, en los medios culturales de Francia. ¡Hasta 2004 no se le pudo leer! Como reparación debida, la editorial L’Harmattan le ha reeditado, con presentación de Ghislaine Géloin, tras el congreso que tuvo lugar en el Rhode Island College de Estados Unidos, sobre “el redescubrimiento de Anténor Firmin, pionero de la antropología y el panafricanismo”. Anténor Firmin colaboró en la organización de la primera conferencia panafricana de 1900, organizada por W.E.B. Dubois; fue elegido vicepresidente de la que debió tener lugar en 1902 y nombrado responsable de la asociación panafricana en Haití en 1904. Leer hoy sus páginas deslumbrantes de fraternidad y aliento espiritual para la refundación del pensamiento científico nos hace ver en él al anunciador de Cheikh Anta Diop, que echó abajo las mentiras interesadas de la egiptología, supo imponer a los científicos europeos el reconocimiento de la grandeza negra y «plantear el problema de la falsificación más monstruosa de la historia de la humanidad por los historiadores modernos... reconocerle a la raza negra el papel de guía más antiguo de la humanidad en la vía de la civilización, en el sentido pleno de la palabra». (Nations nègres et culture, París, Présence africaine 1954-59, p. 59). Lo decía Firmin : «A toda esa falange altanera que proclama que el hombre negro está destinado a servir de estribo a la potencia del hombre blanco, a esta antropología mentirosa, yo tendré derecho a decirle: ‘¡No, no eres una ciencia!’». Y también anunció que el egoísmo y la inmoralidad de la raza blanca sería para ella, en la posteridad, un motivo de vergüenza y remordimiento. Cuando murió Firmin, miembro titular de la Société d’Anthropologie parisina, en 1911, el Bulletin no le dedicó ni siquiera una nota necrológica.

Por Maria Poumier.

París, junio 2006

(Traducción de Juan Vivanco)





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Toussaint Louverture*






[...] Siento la necesidad de inclinarme y saludar a esta grande y noble figura de Toussaint Louverture. ¡En un ángulo de la historia fue tocada con la impronta del genio y de la inmortalidad! En este mismo momento en que todas las universidades europeas se reunirían para apoyar la teoría de la desigualdad de las razas, la inferioridad nativa y especial del negro, no tendría más que volver la cabeza. Por todo argumento, buscaré en el cielo azul y claro, a través de los rayos del sol, ese nombre que la musa de la historia ha cincelado, siguiendo las poéticas expresiones de Wendell Phillips, y les opondré el ejemplo de aquel soldado ilustre. Con eso bastará.



Los hechos siempre hablarán más alto que todas las teorías. ¿Y qué enseñan? Nos han mostrado a aquel negro abandonado a sí mismo, doblado bajo el yugo de la esclavitud, cuyos únicos recursos eran sus cualidades nativas. ¿No lo hemos visto, sin embargo, luchar con inteligencia y energía contra todos los elementos, hombres y cosas; sobreponerse a las imperfecciones de su propia constitución, corrigiéndolas en su provecho; triunfar al fin frente al antagonismo de los europeos formados por la mejor educación universitaria, probando en todas partes que les era superior?



Si salimos de la isla de Haití, se podría también encontrar muchos otros negros ilustres que, por su destacada personalidad, han sido o son todavía una protesta elocuente contra la doctrina caduca y anticientífica de la desigualdad de las razas. En los Estados Unidos tanto como en Liberia, en muchas pequeñas repúblicas de la América meridional o central, podemos señalar negros cuya brillante inteligencia es un signo irrefutable del sello de igualdad que imprimió la naturaleza sobre la frente de todas las razas humanas. Incluso en el interior de África, surgen de tanto en tanto individualidades poderosas, dignas de disputar la palma a todos los individuos de la raza caucásica en cuanto a la iniciativa intelectual, si se quiere tomar en consideración la diferencia de medios y de educación. Más de un ejemplo se ofrecería a mi pluma y vendría a demostrar que dondequiera que los negros han podido constituirse en sociedad, por muy elemental que sea su organización política y religiosa, manifiestan el germen de todas las grandes cualidades que, para crecer y expandirse, sólo tienen que esperar una feliz transformación. ¡Pero no hace falta! Ante la figura de Toussaint Louverture, todas la demás parecen insignificantes y se eclipsan ante el destello que proyecta. Conservemos a El Primero de los Negros, título que escogió como el más bello y expresivo. Su gloria pertenece a toda la humanidad negra. ¡Basta ampliamente para enorgullecer y ennoblecer a todos los descendientes de la raza africana, cuyas maravillosas aptitudes demostró a una altura tan alta!



Todos los hechos que acaban de ser mencionados nos permiten afirmar que cuando se estudia imparcialmente la rapidez de la evolución de la raza negra, es imposible no confesar que posee una espontaneidad admirable para la realización de todas las conquistas intelectuales y morales. Recurrir siempre –para la interpretación de los fenómenos históricos– a la teoría de la evolución, verdadera en la sociología tanto como en la biología, nos permite sostener de la manera más categórica y más legítima que esta raza es igual a todas las otras, y que de todas las otras, es ella la más resistente contra las influencias depresivas. ¿No es suficiente para expulsar de los espíritus incrédulos o retardados la extraña pretensión mediante la cual una multitud de hombres, ignorantes o sabios, han llegado a persuadirse de que su piel más o menos blanca, un cabello más o menos lacio, es la marca de su superioridad nativa sobre todos aquellos a los que la naturaleza, en su obra sublime, ha decorado con un color oscuro y cabellos rizos? ¿Qué otra prueba será necesaria para dar un carácter más afirmativo al principio de la igualdad de las razas humanas, si la comparación del estado inicial y del desarrollo sociológico de cada una de esas razas sigue sin tener para nosotros ninguna significación filosófica o científica? Me parece que la demostración así hecha de la verdad que yo defiendo no sufre ninguna objeción. De manera que la doctrina de la desigualdad de las razas humanas, hasta tal punto contradicha por la ciencia y la historia, habría sido rápidamente rechazada por todas las inteligencias sanas si otras causas no la sostuvieran de una manera subrepticia. Se trata de que a los errores procedentes de una falsa justicia,1 hay que añadir aquellos que se perpetúan por motivos absolutamente ajenos a la ciencia y a la lógica, pero cuya influencia práctica y cotidiana no puede ser más real y actuante en el mantenimiento del más tonto, del más ridículo de los prejuicios. [...]



(Traducción del francés por Carmen Suárez León)




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Capítulo XVII
El papel de la raza negra en la historia de la civilización




I. Etiopía, Egipto y Haití


Para responder a quienes niegan a la raza etíope una participación activa en el desarrollo histórico de nuestra especie, ¿no bastará con citar la existencia de los antiguos egipcios? La curiosa tesis de la inferioridad radical de los pueblos negros ha podido sostenerse mientras una ciencia falaz y de una complacencia culpable ha mantenido que los Hijos de Ra eran de raza blanca. Pero hoy, cuando una crítica histórica que ha alcanzado su grado más alto de elaboración permite que todos los espíritus perspicaces y sinceros conozcan la verdad sobre este punto de importancia capital, ¿es posible cerrar los ojos a la luz y seguir propagando la misma doctrina? Difícil lo tienen los partidarios de la desigualdad de las razas humanas. En efecto, ahora que sabemos que los antiguos ribereños del Nilo eran de raza negra, veamos lo que la humanidad debe a esta raza.

No es preciso hacer una larga enumeración. En lo referente a las conquistas materiales realizadas en nuestro globo, nadie que haya estudiado la arqueología y las antigüedades egipcias ignora la gran iniciativa que tuvo este pueblo industrioso en toda suerte de trabajos. Las distintas clases de manufacturas cuyo conocimiento ha sido de la mayor utilidad para el desarrollo de las sociedades humanas se inventaron generalmente en Egipto o en Etiopía. Allí se encuentran indicios de todos los oficios, de todas las profesiones. Nunca ha llegado tan lejos el ingenio de las construcciones, nunca se han logrado resultados tan magníficos en el ámbito artístico con medios tan elementales. Los monumentos de Egipto desafían el tiempo para inmortalizar el recuerdo de esas poblaciones negras, dotadas de ideas artísticas excelentes. Allí la imaginación, surcando un océano de luz, ha engendrado lo más espléndido, lo más grandioso que se ha visto en el mundo. Es bien sabido que ninguna escuela escultórica o arquitectónica igualará jamás la audacia del antiguo canon egipcio, cuyas proporciones gigantescas y nitidez de líneas lo hacen inimitable. Bajo el cielo claro del Ática podemos hallar, sin duda, unas formas delicadas y puras cuya esmerada ejecución despierta en el alma una dulce impresión de serenidad, ¡pero ya no es esa grandeza majestuosa que abruma y al mismo tiempo inspira un sentimiento de orgullo invencible al contemplar unas masas tan colosales que la voluntad humana supo plegar a su capricho!

En cuanto al desarrollo intelectual de la humanidad, ya no cabe la menor duda: todos los rudimentos que han contribuido a la edificación de la ciencia moderna se los debemos a Egipto. Lo único que se podría considerar ajeno a la civilización egipcia es la evolución moral que los pueblos occidentales empezaron con la filosofía griega y han mantenido hasta nuestros días, con crisis más o menos prolongadas, más o menos perturbadoras. Pero a medida que se va desvelando el significado de los viejos manuscritos cubiertos de jeroglíficos, conservados por la solidez del papiro egipcio o grabados en las estelas y los bajorrelieves antiguos, salta a la vista el alto desarrollo moral que habían alcanzado las poblaciones nilóticas de la época de los faraones. Es la misma moral bondadosa, humana, muy parca en metafísica e ideas sobrenaturales, libre de toda superstición religiosa, que hallamos en estado rudimentario en todas las poblaciones negras del África sudanesa hasta la invasión de la gran corriente islámica, cuyo fanatismo es un rasgo esencial, permanente.

Los griegos, que fueron los educadores de toda Europa a través de la influencia romana, debieron tomar de Egipto los principios más prácticos de su filosofía, lo mismo que hicieron con todas las ciencias que cultivaron y ampliaron, más adelante, con una inteligencia maravillosa. Esto último podría incluso cuestionarse, pues sabemos que todos sus grandes filósofos, los fundadores de las principales escuelas, los que podríamos llamar maestros del pensamiento helénico, de Tales a Platón, todos bebieron de fuentes egipcias, todos viajaron a la patria de Sesostris antes de empezar a propagar su doctrina. No insistiré en la influencia del budismo o del pensamiento de los negros indios en el espíritu filosófico de todo Oriente. Por un lado, la tesis histórica acerca de la importancia de los negros en el mundo hindú no tiene la misma claridad que la del origen de los antiguos egipcios, y por otro, la corriente de civilización que arranca de Oriente nunca influyó de un modo directo en el desarrollo de las razas occidentales. Por mucho que se haya insistido en el mito ario, cuando este hacía furor en Europa, ningún sabio puede sostener seriamente dicha influencia. Bastaría con recordar el poco éxito que tuvieron entre los occidentales las doctrinas de la gnosis en los primeros siglos del cristianismo.

Pero, aparte de la antigua raza etiópica-egipcia, ¿se puede mencionar alguna nación negra, grande o pequeña, que con sus hazañas haya influido directamente en la evolución social de los pueblos civilizados de Europa o América?

Sin caer en un patriotismo excesivo, tengo que referirme, una vez más, a la raza negra de Haití. Es interesante comprobar hasta qué punto este pequeño pueblo, formado por hijos de africanos, ha influido desde su independencia en la historia general del mundo. Apenas una docena de años después de 1804, Haití estuvo llamado a desempeñar uno de los cometidos más notables de la historia moderna. Quizá las mentes poco dadas a la filosofía no comprendan toda la importancia de sus actos, pues se quedan en la superficie de las cosas y no profundizan nunca el estudio de los hechos, para apreciar su encadenamiento y ver adónde van a parar. Pero ¡qué pensador no sabe que unas causas pequeñas, o que lo parecen, producen grandes efectos en la sucesión de acontecimientos políticos e internacionales que decide el destino de las naciones y de las instituciones que las gobiernan! Una palabra elocuente, un acto generoso y noble, ¿acaso no tienen a menudo más importancia para la existencia de los pueblos que perder o ganar grandes batallas? Es preciso situarse en ese punto de vista moral para calibrar la gran influencia que tuvo la conducta del pueblo haitiano en los acontecimientos que vamos a examinar.

El ilustre Bolívar, libertador y fundador de cinco repúblicas en América del Sur, había fracasado en la gran obra emprendida en 1811, después de Miranda, con el propósito de sacudirse el yugo español y lograr la independencia de extensos territorios que eran el orgullo de la corona del rey católico. Al quedarse sin recursos se refugió en Jamaica, donde suplicó en vano la ayuda de Inglaterra, representada por el gobernador de la isla. Desesperado, al límite de sus fuerzas, decidió trasladarse a Haití para apelar a la generosidad de la república negra y obtener una ayuda que le permitiera reanudar la empresa libertadora que había iniciado con tantos bríos, aunque luego se le había deshecho entre los dedos. ¡Nunca un momento había sido tan solemne para un hombre, y ese hombre representaba el destino de toda América del Sur! ¿Podía esperar algún resultado? Si el inglés, que tanto interés tenía en socavar el poderío colonial de España, se había mostrado indiferente, ¿podía contar con que una nación naciente, débil, con un territorio microscópico, que aún tenía que bregar por el reconocimiento de su independencia, se embarcase en semejante aventura? Cuando llegó, seguramente le atormentaba esta duda; pero Pétion, que gobernaba la parte occidental de Haití, lo recibió con los brazos abiertos.

Tomando las precauciones que una prudencia legítima debía dictarle en un momento tan delicado de nuestra existencia nacional, el gobierno de Puerto Príncipe puso a disposición del héroe de Boyacá y Carabobo todo lo que necesitaba. ¡Todo, pues Bolívar no tenía nada! Le entregaron generosamente hombres, armas y dinero. Pétion quería que se hiciese con discreción para no ponerse a malas con el gobierno español, y se decidió que los hombres se embarcasen furtivamente como voluntarios y que en Venezuela no se mencionase a Haití en ningún documento oficial.

Bolívar partió con estos pertrechos, confiado en su genio y su gran valentía. Las aspiraciones generales de sus compatriotas conspiraban a favor de su empresa, ya que para expresarlas sólo estaban esperando un golpe atrevido, un acto de resolución audaz. Bolívar desembarcó heroicamente en la tierra firme venezolana. Después de vencer al general Morillo, que quiso cortarle el paso, marchó de triunfo en triunfo hasta la completa expulsión del ejército español y la proclamación definitiva de la independencia venezolana, que se celebró solemnemente en Caracas.

Pero la acción del ilustre venezolano no se detuvo ahí. Prosiguió su campaña con un vigor y una actividad infatigables. Con la célebre victoria de Boyacá logró la independencia de Nueva Granada y la unió a Venezuela para formar la república de Colombia, digno homenaje a la memoria del inmortal Colón. Incapaz de entretenerse en la contemplación de sus triunfos, no descansó hasta alcanzar completamente sus fines. Acudió en auxilio de los habitantes del alto Perú, que con la ayuda de los colombianos al mando del general Sucre desafiaron a los españoles en una batalla decisiva, reñida en los alrededores de Ayacucho, tras de la cual se proclamó la república de Bolivia. ¡Con la victoria de Junín sobre el ejército español la independencia de Perú quedó totalmente consolidada y el poderío colonial de España acabó para siempre!...

La influencia de todos estos hechos en el régimen político de la Península [Ibérica] es indiscutible. Después de oponerse con una energía indomable a la instalación de un príncipe francés en el trono de los reyes de España y dar al traste con la pretensión de Napoleón I de dominar toda Europa, reemplazando las antiguas dinastías con miembros de su familia, las Cortes mostraron que el pueblo español, aunque se resistía a la violencia, no por ello dejaba de advertir la grandeza de las ideas surgidas con la revolución de 1789. La constitución que elaboraron en 1812 es la prueba evidente. Pero volvieron los Borbones. Vencido el coloso imperial por la coalición de la Europa monárquica y desaparecido ya de la escena, Fernando VII quiso subir al trono de sus padres, tal como le correspondía por derecho de nacimiento, sin merma alguna de sus prerrogativas reales. Lo mismo que los Borbones de Francia, los de España no tuvieron en cuenta el tiempo transcurrido entre sus predecesores y la restauración monárquica. ¡No habían aprendido nada ni olvidado nada!

De no ser por el inconveniente de las colonias de América del Sur, que se emanciparon una tras otra del yugo español, la monarquía habría tenido fuerza suficiente para sofocar todas las protestas liberales, pero, debilitada por los esfuerzos que tuvo que hacer para evitar la disgregación de un imperio que se deshacía en pedazos, no pudo enfrentarse a la oposición, cada vez más osada y exigente. El respaldo que pidió a Francia en 1823 para restablecer sus prerrogativas sólo tuvo un resultado aparente y pasajero. Este resultado forzado se volvería más tarde contra el principio mismo que se quería salvar, malogrando completamente la escasa popularidad que tenía en Francia la bandera legitimista.

Si seguimos con atención todas las peripecias de la historia europea de la época en que se desarrollaban estos acontecimientos, nos sorprenderá hasta qué punto están todos encadenados. Las hazañas heroicas de Bolívar, allá en los desfiladeros sombríos o en los altiplanos ardientes de las cordilleras, repercutían en las instituciones seculares de Europa y secundaban la propagación de ideas revolucionarias que, como una avalancha, quebrantaban los engranajes gastados del antiguo régimen. En toda América predominaba el nombre de la república. ¡Se diría que el Nuevo Mundo sentía hervir la savia del futuro en las ideas de libertad e igualdad! ¿Acaso no son estas indispensables para el desarrollo de las jóvenes generaciones? Al leer las Memorias del príncipe de Metternich se advierte que a su perspicacia de hombre de estado no se le había escapado la importancia de estas crisis que sacudían toda América del Sur, adoptando el ideal del pabellón estrellado; pero su sensatez y su gran lucidez le decían que por ese lado no había nada que hacer. ¡Las amarras se habían soltado!

Seguramente hay épocas concretas en que los grandes acontecimientos políticos se cumplen fatalmente y es inútil oponerse. El espíritu humano, en su progreso, hace un trabajo interno que pone en movimiento las naciones, las agita y provoca en ellas conmociones ineludibles, de las que surge una era nueva con instituciones más conformes con el modo de evolución requerido por los tiempos. Pero estos acontecimientos tienen sus factores, como todas las fuerzas producidas o por producir. Para conocer su naturaleza no se puede descuidar nada. Pues bien, si tomamos en consideración la influencia que Bolívar ha ejercido directamente sobre la historia de una parte considerable del Nuevo Mundo e indirectamente sobre el movimiento de la política europea, ¿no habrá que admitir al mismo tiempo que la acción de la república haitiana determinó moral y materialmente una serie de hechos destacados, al favorecer la empresa que debía realizar el genio del gran venezolano?

Además de este ejemplo, uno de los que más merecedora hacen a la república negra de la estima y la admiración del mundo entero, se puede afirmar que la proclamación de la independencia de Haití influyó positivamente en el destino de toda la raza etiópica que vivía fuera de África. Al mismo tiempo cambió el régimen económico y moral de todas las potencias europeas que tenían colonias; su realización también pesó en la economía interna de todas las naciones americanas que mantenían el sistema esclavista.

A finales del siglo XVIII había surgido un movimiento favorable a la abolición de la trata. Wilberforce en Inglaterra y el abate Grégoire en Francia fueron modelos de filántropos que se dejaron inspirar por un sentimiento superior de justicia y humanidad, ante los horrores que mostraba el comercio de los negreros. Raynal había predicho con lenguaje profético el fin de ese régimen bárbaro. Había previsto la aparición de un negro excepcional que demolería el edificio colonial y libraría a su raza del oprobio y el envilecimiento a los que estaba sometida. Pero sólo eran palabras elocuentes que, propagadas por toda la tierra, emocionaban a las almas elevadas mas no convencían a aquellos cuya incredulidad igualaba a su injusticia, su desprecio a su avidez. Cuando se vio que los negros de Santo Domingo, abandonados a su suerte, cumplían esas profecías que nadie había querido tomar en serio, el asunto dio que pensar. Aquellos cuya fe sólo necesitaba hechos para reafirmarse y cobrar la fuerza de una convicción, perseveraron en sus principios; aquellos cuya rapacidad y orgullo ofuscaban la clarividencia y la equidad, sintieron que su obstinada seguridad se tambaleaba. La alarma o la esperanza cundía en unos y fortalecía a los otros, según sus inclinaciones.

En efecto, la conducta de los negros haitianos desmentía completamente la teoría de que el nigriciano es un ser incapaz de actos grandes o nobles y, sobre todo, incapaz de resistirse a los hombres de raza blanca. Los grandes hechos de armas de la guerra de Independencia habían demostrado el valor y la energía de nuestros padres, pero los incrédulos aún tenían dudas. Se decían a sí mismos que el hombre de raza etiópica, envalentonado con los primeros disparos, bien pudo luchar y sentir un placer irresistible cuando vencía a los europeos de la isla, como los niños que descubren un juego nuevo y por eso mismo sumamente atractivo. ¿Quién dudaría de que una vez terminada la guerra los antiguos esclavos, abandonados a su suerte, no se asustarían de su audacia y se apresurarían a ofrecer sus muñecas a los grilletes de sus antiguos capataces? ¿Cómo iban esos seres inferiores a mantener durante un par de meses un orden de cosas, sin ninguna intervención, ninguna autoridad de los blancos? No, no hubo nadie que no se burlara de la idea de Dessalines y sus compañeros, que querían crear una patria y gobernarse a sí mismos, libres del control extranjero. No se vaya a pensar que son simples suposiciones: son pensamientos expresados en sesudos escritos que encontraron amplio eco en Europa durante los primeros tiempos de la independencia de Haití. Los hombres de estado franceses, confiando en absurdas teorías cuya única fuente era la creencia en la desigualdad de las razas humanas, no perdían la esperanza de recuperar la antigua colonia que tantos beneficios reportaba a Francia. En 1814, con el gobierno provisional de Luis XVIII, se tanteó a Christophe en el norte y a Pétion en el oeste para proponerles que la isla volviese a los dominios franceses. Les garantizaron una buena situación pecuniaria y el empleo militar más alto que se podía tener en el ejército del rey. Estas proposiciones fueron rechazadas con una indignación tanto más respetable e impresionante cuanto que ninguno de los dos jefes perdió la calma ni la compostura. Las gestiones se hicieron por iniciativa y consejo de Malouet. ¿Acaso estos hechos no contribuyen a que la pequeña república sea aún más merecedora del respeto universal?

Sí, en esos tiempos difíciles, Haití había dado muestras de tal sensatez, de tal prudencia en sus actos políticos, que todos los hombres sinceros, fascinados por tan noble ejemplo, no dejaron de referirse a las necias prevenciones que siempre se habían tenido contra las aptitudes morales e intelectuales de los negros. «En una sola Antilla, además,» dice Bory de SaintVicent en alusión a Haití «estos hombres de intelecto supuestamente inferior demuestran tener más juicio que el que existe en toda la península Ibérica e Italia juntas».

La experiencia terminante y la observación precisa resultaban irrebatibles. Los hombres de estado más inteligentes, unidos a los filántropos europeos, comprendieron que la esclavitud de los negros estaba condenada para siempre, porque la excusa engañosa que se había mantenido durante tanto tiempo, a saber, la incapacidad natural del hombre etiópico para obrar como una persona libre, recibía con la república negra el desmentido más rotundo. Macaulay en Inglaterra y el duque de Broglie en Francia encabezaron una nueva liga antiesclavista. En 1831 un hombre de color, libre, de buena posición social en Jamaica, Richard Hill, recibió la misión de visitar Haití y hacer un informe con sus impresiones. Comprobó los rápidos progresos de los hijos de los africanos con satisfacción, pero con imparcialidad. Ya unos años antes, según Malo, John Owen, ministro protestante que pasó por allí hacia 1820, había señalado el rápido desarrollo de la sociedad y la administración. Los hechos dieron sus frutos. En 1833 Inglaterra decidió abolir la esclavitud en todas sus colonias; en 1848, por iniciativa del valiente y generoso Schoelcher, el gobierno provisional decretó la misma medida, que se incluyó en la propia constitución de Francia.

Basten las citas que hemos entresacado del discurso de Wendel Phillips para convencer fácilmente de la importancia que tuvo el ejemplo de Haití para la causa de la abolición de la esclavitud en Estados Unidos. Pese a todas las apariencias contrarias, este vasto país está destinado a dar el golpe de gracia a la teoría de la desigualdad de las razas. En efecto, los negros de la gran república federal están empezando a desempeñar una función cada vez más activa en la política de los estados de la Unión americana. ¿No es posible, entonces, que antes de cien años un hombre de origen etiópico presida el gobierno de Washington y dirija los asuntos del país más progresista de la tierra, el país que infaliblemente será el más rico, el más poderoso, por el desarrollo del trabajo agrícola e industrial? No es ninguna idea de esas que permanecen eternamente en estado de utopía. Baste con ver la importancia creciente de los negros en los asuntos americanos para que se despejen todas las dudas. Pero no hay que olvidar que en Estados Unidos la abolición de la esclavitud sólo data de veinte años.

Por lo tanto, sin que se me pueda acusar de exageración en la defensa de mi tesis, puedo certificar, a pesar de todas las afirmaciones en contra, que la raza negra posee una historia tan positiva, tan importante como todas las demás razas. Diferida e impugnada por la leyenda falaz de que los egipcios eran de raza blanca, esta historia reaparece con el comienzo del siglo. Está llena de hechos y enseñanzas; su estudio, a través de los resultados significativos que muestra en cada una de sus páginas, es del mayor interés.



(Traducción de Juan Vivanco)

Publicado en Revista ENcontrArte/ http://encontrarte.aporrea.org/





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